-¡Ei! ¿A dónde nos lleva esto?
Me mira sorprendido, extrañando, flipando. Yo tampoco me creo que esté preguntándole eso. No soy así, no soy de esas, no soy de las que piensan en algo más que en el presente; quizás es verdad que él me ha cambiado... un poco. Al final contesta.
-Pues no sé, a donde nos lleve el destino ¿no?
Mi cabeza me grita la respuesta obvia; ¡No! No creo en el destino. Porque eso es el tipo de tonterías cursis que habitualmente me hacen reír y soltar una respuesta cínica, sarcástica. Le miro a los ojos y abro la boca para decirle lo obvio... Pero entonces me doy cuenta de que a mí qué me importa si lo que nos une es un cúmulo de sucesos aleatorios, el destino, la suerte, el infortunio o el dios Chuck Norris. Qué me importa a mí si mañana recordaré esa conversación, si saldremos, si me besará, si nos casaremos, si tendremos hijos, si seré la eterna soltera, si volverán mis miedos o desaparecerán completamente, si estaremos ahí. Qué más me da a mí todo eso si le tengo ahí delante. Y eso si tiene una respuesta obvia: nada, porque en ese momento él lo es todo. Y con eso me vale.
Así que cambio mi cara de cinismo, le muestro una sonrisa y suelto encongiendo los hombros:
-¡Bien! ¡Me vale!
Y vuelvo a besarle. Apurando cada segundo, retando a ese que él llama destino a atreverse a quitármelo.

0 comentarios:
Publicar un comentario